LUIS ALBERTO SPINETTA 1950-2012 Una Especie de Magia

Ofrecemos el primero de varios artículos dedicados A Luis Alberto Spinetta, aparecidos en la revista Rolling Stones, Argentina, marzo 2012.

LUIS ALBERTO SPINETTA 1950-2012

Una especie de magia

El artista que inspiró a todo el rock nacional

Por Claudio KLeiman

UNO SABE QUE LO QUE QUEDA DESPUES DE LA MUERTE DE UN GRAN ARTISTA ES SU OBRA,

que de alguna forma sigue viviendo a través de ella. Lo que queda es eso: la obra.

Pero nosotros, los contemporáneos de Luis Alberto Spinetta, sabemos también que en un mundo crecientemente hostil y regido por las leyes de lo material como valor su­premo, hay seres especiales cuya sola existencia ayuda a embellecer la vida. Nuestras vidas. Y cuando esos seres ya no están, nos quedamos un poco más solos, más indefen­sos, más desprotegidos. Precisamente porque ellos contribuyeron a hacer del mundo un lugar un poco mejor, más habitable, más solidario, remando fieramente contra la corriente, elevando el espíritu del género humano.

Las canciones de Spinetta inspiraron a artistas, obreros, músicos, barrenderos, mar­ginales, médicos, panaderos, borrachos, poetas, ingenieros, amas de casa, enfermeras, físicos nucleares, mucamas, contadores, presidentes, seres de todas las razas y estratos sociales, de los más diversos andariveles de la vida.

En mi caso -y supongo que el mío no es tan diferente del de muchos- ese sentimien­to me sobrevino en contadas ocasiones. Sucedió con la muerte de John Lennon y con la de George Harrison. Y también con la de Norberto Napolitano, Pappo. Y sucedió -qué duda cabe- con la suya, el último 8 de febrero.

Entonces, recién entonces, cuando asumimos que sí, que esto es definitivamente una pálida, que nada va a volver a ser lo mismo, y que de ahora en más nos vamos a sentir un poco más solos, más desprotegidos, en nuestro tránsito por la vida, podemos empe­zar a consolarnos diciendo que sí, que lo más importante es la obra. Y que eso no muere, porque seguirá acompañándonos, inspirándonos, alegrándonos, a nosotros y también a los que vengan, que sin embargo tendrán que conformarse con apreciarla sin el com­plemento de las vivencias que generaba el hecho de estar presente en la misma época, en el mismo momento y lugar donde esa obra se producía.

Por todo eso, siento un poco de pudor de escribir sobre Luis. Embargado por la triste­za, he leído algunas de las cosas que se han publicado en estos días, principalmente en medios gráficos, y veo que -aunque casi todas, con la mejor intención y un dolor genui­no- hay un impulso por sacar a relucir el «momento Luis» que cada uno atesora entre sus recuerdos más preciados, o de formar frases -oportunas, ingeniosas y algunas incluso cercanas a lo brillante- con los títulos o versos de sus canciones. Confieso que me da un poco de cosa sumergirme en esa hoguera de las vani­dades a ver si mis encuentros con él fueron más o menos significativos, o si logro recortar mejor que otros una frase de un tema que se adecúe perfectamente a esta penosa situación. Lo digo en aras de la honestidad, sabiendo que de todas maneras ya estoy metido en esto. Y esto es nada menos que escribir sobre Luis Alberto Spinetta ahora que ya no está.

Retrato intimo de Luis Alberto Spinetta en 1969, año de su debut discográfico con Almendra.
Retrato intimo de Luis Alberto Spinetta en 1969, año de su debut discográfico con Almendra.

Tengo que decir que Spinetta estuvo muy pre­sente en dos de los acontecimientos que iban a definir mi vida, casi podría decir mi segundo y tercer nacimiento. Para empezar, en mi entrada en el rock nacional, como un adolescente des­lumhrado que descubría un nuevo universo. A mediados de 1969 comencé a asistir a recitales de rock, y los primeros conciertos a los que fui tuvieron como protagonista a Almendra: uno, en junio de ese año, fue el del ciclo Beat Baires en el teatro Coliseo, donde el Flaco estrenó «Mu­chacha» (ya conté mis recuerdos de ese día en la última Rolling Stone Interview de Spinetta, publicada en RS126); otro, en noviembre, duran­te el Festival Pinap -el primer festival masivo de rock al aire libre al que asistí-, en el que también Almendra fue número central. La foto que ocupa la contratapa del primer lp del grupo (¡una con­tratapa que, en lugar de los títulos de las cancio­nes, incluía unos extraños signos!), está tomada durante su actuación en ese festival. Creo que en todos los miles de shows que fui a ver desde en­tonces intenté revivir las sensaciones de esos con­ciertos inaugurales. Y no tuve éxito.

Hablando de ese increíble primer lp de Al­mendra, aparecido en el verano de 1969/70, al igual que el primero de Manal, ambos estuvie­ron entre los primeros discos que compré con mi propio dinero. Y si bien es necesario decir que había -al menos entre un grupo de inicia­dos- una sensación de expectativa, de estar ante un acontecimiento excepcional (como, por otra parte, se vivían casi todos los acontecimientos en esos tumultuosos días de fines de los años 60), pensaba que eran discos buenísimos que es­taban saliendo en ese momento, y que después vendrían otros iguales o mejores. Muy lejos es­taba de imaginarme que, más de cuarenta años después, cuando me preguntaran cuáles son los mejores discos del rock nacional, iba a seguir contestando: «El primero de Almendra y el pri­mero de Manal».

Una cosa lleva a la otra, y el rock nacional como tema es inevitable cuando hablamos de Spinetta: él es su artista más influyente, y uno de los creadores más decisivos en sus orígenes. Eso que llamamos rock nacional ya estaba en for­mación cuando él llegó, gracias a los «náufragos» de La Cueva, con Litto Nebbia, Moris y Tangui­to entre sus principales pioneros, pero también Miguel Abuelo, Pajarito Zaguri y otros. Incluso Los Shakers (con los hermanos Hugo y Osvaldo Fattoruso), que si bien ej-an uruguayos y canta­ban en inglés, mostraron a los músicos noveles de este lado del Río de la Plata cómo se podían hacer composiciones originales de gran calidad, y sonar como los dioses. Todos ellos influencia­ron al joven Spinetta, pero la aparición (más o menos simultánea) de Javier Martínez con Manal y de Luis con Almendra terminaron de soste­ner el edificio aportando unos pilares de creati­vidad deslumbrante. Nadie supo destilar el credo beatle tomando el lirismo, la poesía, la origina­lidad de sus melodías y arreglos, el eclecticismo y la amplitud musical, la búsqueda filosófica y espiritual del cuarteto de Liverpool, y transfor­marlas en una creación personal, de raigambre inconfundiblemente porteña, como el Flaco con Almendra y, por supuesto, a lo largo de toda su obra posterior.

Por eso me sorprende que, en los recordatorios escritos después de su muerte, algunos se empe­ñen en afirmar que las grandes canciones de Luis Alberto Spinetta «desbordan» el rock nacional, y están entre las mejores de la música popular ar­gentina. Por supuesto que sí, pero la aclaración implica una subvaloración del rock como géne­ro. No creo que cuando se diga que «Los marea­dos» está entre los mejores tangos, o «Alfonsina y el mar» entre las mejores canciones folclóricas, haga falta explicitar que también están entre los grandes temas de la música popular. El rock na­cional es, desde hace unos 45 años, una de las formas más vitales y creativas de la música ar­gentina, y eso se debe en buena parte a los ci­mientos que edificaron sus creadores, con Luis en un lugar de preferencia. Spinetta es rock na­cional puro, es su esencia; por favor, no preten­dan «jerarquizarlo» diciendo que sus canciones «exceden los límites» del rock.

El otro acontecimiento al que me refería fue mi ingreso al periodismo de la cultura rock, a tra­vés de la revista Expreso Imaginario, cuyo nú­mero inicial salió en agosto de 1976. Esto marcó mi transformación de espectador (como chico que iba a recitales, compraba revistas y discos) a partícipe activo del «movimiento». El Expreso estuvo muy relacionado desde el comienzo con esa dínamo generadora de energías que era Luis. Uno de sus directores, Jorge Pistocchi, fue de los amigos más cercanos del Flaco, y había sido me­cenas de Almendra e inspirador de Pescado; el otro, Pipo Lernoud, era el poeta residente de La Cueva de Pueyrredón, y conocía a Spinetta desde esos días formativos. El editor, Alberto Ohanian, era el abogado y manager de Luis, fue el orga­nizador de la reunión de Almendra en 1980, y mantenía una relación cercana de afecto y admi­ración. Como todos, por otra parte. Es decir que Spinetta estaba muy cerca de esa aventura que transformaría mi vida y determinó lo que sería desde ese entonces hasta, por lo menos, el mo­mento de escribir estas líneas.

Aunque no tenía ninguna relación directa con la revista, su figura era para nosotros como una especie de autoridad espiritual, una suerte de monarca benigno pero inflexible, cuya presencia podía sentirse en todo lo que hacíamos. Lo que no significa que fuéramos obsecuentes.

Creo que la primera vez que escribí directa­mente sobre él fue en el número 2 (septiembre de 1976), en la review de un recital de Invisible en el Luna Park. Lo recuerdo no porque fuera una pieza particularmente memorable, sino porque Spinetta se enojó conmigo porque me «atreví» a compararlo con King Crimson.

Luis era así, dueño de una bondad infinita pero con un parámetro de exigencia altísimo, que aplicaba a los demás pero, en primer lugar, a sí mismo. Le gustaba darles vueltas a sus can­ciones hasta que encontraba la armonía perfec­ta que arropara sus melodías (o la «tonada», que era la palabra que él solía utilizar), a la manera de la cuna que protege y hamaca a una criatura. Ese era uno de sus máximos placeres. Horas y horas con la guitarra, probando distintos acor­des debajo de la tonada, hasta dar con la secuen­cia que llegaba a satisfacerlo. Los que tuvimos la suerte de escucharlo alguna vez tocar sus can­ciones solo con la guitarra, sabemos que allí ya estaba contenido todo el arreglo que luego iba a llevar al grupo. Sonaban los riffs, las armonías, los obligados, los cambios, todo estaba implíci­to cuando él tocaba la primera versión del tema solo con su instrumento.

en ese sentido era irreductible, no estaba dispuesto a hacer concesiones. Un buen ejem­plo de esto es algo que sucedió cuando fui a en­trevistarlo para RS en 2008, con motivo de la aparición de Un mañana. Me hizo escuchar el tema «Hombre de luz», compuesto por su padre, Luis Santiago, y luego me aclaró que la versión original era bastante distinta. Agarró la viola y tocó el tema como lo había compuesto su papá, con simples acordes mayores. Yo, temerario como siempre, le dije que me gustaba mucho esa ver­sión. Enseguida me respondió algo así como: «¡Ah no, pero yo tengo que ser fiel a eso!», queriéndo­me decir que no podía correrse ni un milímetro de aquello que escuchaba en su cabeza, de esas armonías sofisticadas que eran una de sus mar­cas de fábrica.

Luis Alberto Spinetta. 2009.
En 2009, antes de las Bandas Eternas, en la última sesión de fotos conocida.

Y ya que hablamos de Un mañana, también se ha comentado mucho en estos días el carácter casi premonitorio de Spinetta y las Bandas Eternas, un concierto maravilloso, de más de cinco horas, plasmado en un box set magnífico que incluye cds, libros y dvds, que opera como un resumen y cierre perfecto para una carrera inigualable, y también como un regalo final y una despedida -consciente o no- del Flaco con su público. Pero pocos han reparado en esa otra despedida que fue su último disco de estudio, Un mañana. Un álbum hermoso, fuera del tiempo, que puede ubi­carse junto a lo mejor de su discografía solista. Juanse me dijo que era un disco «de esos que ya no se hacen», y pienso que la definición es exacta. Sólo que ahora ya nadie se toma el trabajo de es­cuchar un álbum tantas veces como lo hacíamos con Durazno sangrando. Ahora que sabemos que ya no habrá más discos del Flaco (al menos no aprobados por él), les sugiero que lo escuchen dándole el tiempo que se merece.

El Flaco descollaba en tantos aspectos que es alucinante. Me cuesta pensar en alguien que, por distintos motivos, concitara una admiración tan unánime, al menos entre los músicos. Los rockeros, incluso los heavy, lo admiraban por Pes­cado Rabioso. Su incursión en el blues-rock y el hard fue tan brillante y definitiva que no admite discusión (aunque en realidad sólo abarcaba un álbum, Desatormentándonos, y algunos singles, ya que Pescado 2 era mucho más abierto estilís­ticamente). Los «progresivos» lo idolatraban fun­damentalmente por Invisible, aunque muchos de sus discos podrían albergarse bajo el rótulo de «rock progresivo». Los beatleros por Almendra, claro, que para mí fueron los verdaderos «Beat­les argentinos», con todo respeto por Seru Giran. Los jazzeros, jazz-rockeros y fusionistas por la Banda Spinetta, por Spinetta Jade, y por prác­ticamente todo lo que hizo de allí en más, que tenía un fuerte ingrediente de esa música, siem­pre traducida al particular universo spinettiano. Los cultores de una canción urbana con cierta raigambre tanguera, por numerosa cantidad de perlas que fue soltando a lo largo de los años, con picos tan altos como los discos El jardín de los presentes de Invisible y Bajo Belgrano de Spi­netta Jade. Los poperos también, por tantas can­ciones perfectas de distintas épocas, y algunos discos en los que se aplicó más específicamente al género, como Privé, Mondo di cromo y Pelusón of milk. Los violeros, por su amor incondicio­nal por el instrumento, y su personalidad como solista que no muchas veces dejaba traslucir en los discos, pero que estalló con la fuerza de un rayo distorsionado en obras como Spinetta y los Socios del Desierto, o San Cristóforo. Los acústi­cos, por Kamikaze y temas como «Canción para los días de la vida», «Muchacha (Ojos de papel)» y «Todas las hojas son del viento». Los surrealis­tas, los cantautores existenciales, los astronautas psíquicos, por Spinettalandia y sus amigos y Ar- taud. Los poetas, los escritores, los letristas, por su uso delicado del lenguaje, y particularmen­te del idioma castellano, de una sensibilidad y un refinamiento únicos. Todos ampliamos nues­tro vocabulario con Spinetta, todos descubrimos nuevas palabras que nadie más usaba. Y cuan­do no le alcanzaban, inventaba nuevas palabras para llegar allí donde las palabras no llegaban. Estrelicia, camalotus, vidamí. Hasta los instru­mentistas más refinados, que suelen pensar la música instrumental como una expresión supe­rior, reconocían en Luis a alguien cuyas pala­bras podían llegar a la altura de sus notas. Gente como Lito Epúmer, Luis Salinas, Héctor Starc, recurrieron a él para poner palabras a sus temas (por supuesto, entre las poquísimas propuestas que aceptaba de las muchas que recibía). Como cantante, prácticamente nadie se le acerca, con esa infinita dulzura que podía transformarse en una garra tremendamente rockera. Como com­positor, su invención no tenía límites. Spinetta tomó de los Beatles el hecho de asumir la me­lodía como eje central, creando combinaciones de acordes que por sí solas pueden parecer algo extrañas -incluso incorrectas desde un punto de vista de la armonía tradicional- y que, conduci­das por la melodía vocal, suenan para el oyente como naturales, fluidas, lógicas (siempre den­tro de la lógica spinettiana, obviamente), pero nunca previsibles.

Claro, una nota no puede ni siquiera empe­zar a arañar la superficie de todo lo que nos dejó Luis. Eso queda para momentos más alejados de la inmediatez de su pérdida. Así que vuelvo al co­mienzo para recordar que la vida de Spinetta -y aquí creo que puedo hablar por muchos, indepen­dientemente de que lo hayan conocido personal­mente o no- hizo mejoría mía, enriqueciéndola, dándole un marco de pertenencia, nutriéndola permanentemente de belleza, emoción, música y poesía, como una fuente inagotable de la que ni nos atrevíamos a pensar que en algún momento pudiera dejar de fluir. Pero hasta aquí llegamos. Chau, Luisito. Me quedo muy, pero muy corto, si digo que fue un gusto conocerte.

 

Tomado de: Revista Rolling Stones, Argentina, marzo 2012.

Autor: Artes Visuales Univalle

Estudiantes de Artes Visuales en la Universidad del Valle en Cali, Colombia. Junto al organo de Representacion estudiantil. Talleres, prácticas, articulos, downloads, textos, videos, musica y más.

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